Es tu libertad una palabra desteñida. Te nombra el trigo en su conformación inocua; las golondrinas te prosiguen: has nacido dentro del vuelo, en el último punto de la espada y el ocre acento de las sílabas indemnes. Eres para la lluvia, lo mismo que para el cansado pensamiento. Me conoces como hace siglos una canción me pronunciaba. Tu boca, proximidad de círculo incesante, es húmeda en el espíritu. Eres agua, entonces. Agua que descubre la noche y la amenaza. Agua que convierte su reflejo en lenta sombra. Maduras como la fruta innumera sobre el arrollo de las palabras y los suspiros. Te escribo como se escribe el paisaje, la niebla, el aliento, la memoria. Sueño que imagina cicatrices. Párpado que contempla dentro de sí mismo una entraña cobijada. Mujer que perpetra mis vacíos, te asisto de caricias y aromas profanados. No dices aquello que el silencio transfigura. Permaneces recóndita, inmóvil, con tu carne abierta al oleaje de la espuma. Las pirámides se eternizan: ángulo, pulso súbito, ascendente, que diluye tu rostro en los márgenes invisibles. Las raíces se penetran una a otra, incansablemente: devorándose, sepultándose en el estío mineral de los orígenes. Evócame contra el mar y el resplandor de sus ondulaciones. Mi fiebre es una fiebre de hombre, y soledad, y muerte.
Por Fernando, Mexico
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